Mezclé los óleos de la misma forma que él había destrozado mi corazón aquella
fría noche de diciembre, con desprecio infinito y cruel.
- ¿A qué
le tenés miedo Martiña?- Me preguntaba mi amigo bonaerense la noche de fin de
año del 2009.
- A la
rutina, Pablo, a llenar mi cuaderno de sensaciones de días grises, sin vida. A
hacer cada mañana el mismo recorrido, o aún peor, lamentar no poder hacerlo.-
Contesté.
Un domingo más, sin saber, sin dejar de saber. Con el poso
en el corazón del amargo y a la vez adictivo sabor del vino de aquella última
noche, emprendo el viaje hacia mi nueva vida.
Tiempo
atrás me despertaba en la mitad de la noche con la psicosis de que la alarma del despertar no
había sonado y llegaba tarde a la oficina. Durante unos segundos me quedaba mirando
al techo, dudando si eso era lo que quería para el resto de mis días.
Cuestionándome si ese inconformismo sería tan personal y único o por el contrario, esa
misma mañana otros muchos rostros mirarían a su alrededor haciéndose la misma
pregunta.
Cada
mañana salía a la calle con ese tedio en el alma. Cuando por fin lograba
hacerme hueco en el metro me entretenía observando las caras de la gente.
Visualizaba sus vidas, y una mezcla de tristeza y lástima me embargaba. Tristeza
al sentir que muchos de ellos habían perdido el control de si mismos sin apenas
darse cuenta. Era como si una gran tela de araña nos mantuviese a la inmensa
mayoría atrapados dentro del Sistema, en una ceguera permanente, inmóviles.
Deseaba
salir de esa jaula sin barrotes pero para ir dónde.
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